Todo tiene su hora marcada
en un reloj
programado para pararse
cuando sus engranajes se han desgastado
y sus agujas han dado tantas vueltas
que su eje central ha perdido la equidistancia:
vejez.
Pero cuando veo mis orquídeas muertas,
estas flores de tardía obsolescencia,
y pienso que un fútil aire frío las hizo languidecer instantáneamente,
sé que a veces la vida
deja caer el reloj,
la maquinaria se desarma,
y se acaba el tiempo
sin respetar
cuánto quedaba por dar.
No solo las orquídeas,
tras su muerte,
pueden dejar la diáfana blancura,
la inefable belleza.