Una casa tiempo ha alzada
–bautizada el número 68,
luego otros motes tomó:
Villa Luz, Aureola, El Silencio–
irradiaba a la luz del fuego.
Estática allí, sempiterna fiija,
deleitaba sus muros a la caricia,
dócil arrumaco, del viento,
el viejo amante siempre puntual,
siempre erosivo con sesenta y ocho.
Levanta el vuelo argenta voz
con las golondrinas del doce de mayo.
El nimbo oculto en vaho eterno,
deslizan alón la flecha anticúa,
rieles de corazón corto se distancian de nos.
Mi cuerpo viejo, de la lejanía primigenia,
en sus anillos el cambio refleja,
sediento espero el regalo de vida.
El mismo obsequio de fortaleza
a ti en piezas te deshace…
mientras tu mueres, yo vivo…
Y volverán a nos al pasar el orvallo
los dulces trinos, reclamando los nidales,
como quien conquista tierra virgen,
que de huesos surgen carnes
y de madera queda polvo,
cuanto polvo dejes detrás
astillas mías pelearan
por su lugar y ellos,
aquellas dulces
golondrinas,
seguirán
aquí.