Como brillante cuchillo tendido en la lejanía,
desde el aire se divisa
la mediana y larga isla, solitaria y rocosa.
Ocultistas de toda procedencia
han querido descubrir en ella una olvidada historia.
Los lisos peñascos, sus piedras derribadas
donde no germina la menor espiga,
quizás nunca revelen su verdadero origen.
El mar se extiende alrededor hasta perderse de vista,
como un inmenso manto, sencillo y despejado,
mostrando el derrelicto que abandonaron sus aguas.
La quieta danza, bajo el dombo milenario,
sugiere un persistente y fatigado gigante.
No por fuerza de los acantilados
sino por la magia de su pelado dorso,
saltan como peces las preguntas infinitas.
Esa mediana y larga isla, solitaria y rocosa,
constituye la excepción sobre los mares.
Sus piedras lustrosas, no talladas por el hombre,
proyectan hacia arriba su estilo arquitectónico.
Sus armoniosos ángulos conservan atributos
de tiempos muy remotos.
En épocas lejanas, sin embargo,
no hubo templos de magia ni ceremonias rituales,
computadoras prehistóricas,
observatorios para estudiar el Sol,
la Luna y las estrellas;
sólo fue una vasta comarca megalítica.
Es hora de anunciar que la elevada meseta,
siendo tan antigua como la Edad de Bronce,
no tuvo tierras gredosas, ni bosques, ni humedad;
no conoció perfumes, salvo el yodo de los mares.
Esa mediana y larga isla, solitaria y rocosa,
no fue de sepulturas ni túmulos ardientes,
no conservó puñales con aderezos de hueso,
de cobre, de estaño o de cerámica.
No protegió esqueletos de robustos guerreros
enterrados con hachas o dagas de metal.
No dejó el recuerdo de algún Ulises pródigo
en medio del océano, porque esa larga isla,
mediana, solitaria y rocosa,
no existe en ningún sitio del enredado mundo.
Sólo encuentra cabida, figura y comprensión
bajo el febril entorno que parte de mis sueños.