Tiempo ha que los marinos
morían como ratas apestadas
a bordo de sus embarcaciones,
víctimas de diferentes enfermedades,
hoy curadas por la medicina moderna.
Vida dura la de aquellos navegantes,
que a veces no lo eran de profesión,
sino sastres, herreros, campesinos,
músicos ambulantes, mercachifles,
sin descontar comerciantes mayoristas
de aceites y otros productos
con alta demanda en Inglaterra
y Europa continental.
Tales aventureros, casi siempre reclutados
contra su voluntad,
que no sabían controlar el vómito
ni caminar firmes sobre cubierta,
llenaban los entrepuentes con sus babas,
orines y excrementos malolientes,
sin ninguna consideración por el capitán
y el resto de la tripulación.
Su alimentación consistía
en bizcocho seco repleto de gorgojos,
carne salada carcomida por gusanos,
agua descompuesta y uno que otro roedor
que no alcanzaba a escapar de su sevicia.
Era tal la desconfianza con los alimentos
que cuando, eventualmente,
el bizcocho carecía de gorgojos,
lo arrojaban por encima de la borda
con la siguiente explicación:
“Si el gorgojo se niega a consumirlo,
tampoco es comestible para los humanos”.
En ciertas fechas se aumentaba la ración
con manteca rancia, queso podrido,
harina contaminada, miel oscura,
y pan de pasas preparado a bordo.
La mayor parte de los tripulantes
dormía en los entrepuentes
sobre hamacas que colgaban entre los cañones,
doblegados por el agotamiento,
la desnutrición o una tremenda borrachera,
porque, eso sí,
no faltaban el ron y el aguardiente
en mitad de esa miseria destructora.
En los destartalados entrepuentes
(cerrados cuando había mal tiempo)
la fetidez se tornaba insoportable:
la de los hombres sin bañarse
ni cambiarse de ropa
por tres o cuatro semanas, y hasta meses,
igual que la emergente de la cala,
donde el agua putrefacta,
mezclada con los desperdicios,
se aposentaba entre las piedras del lastre.
Esto daba la sensación de que los barcos
llevaban como carga
un contingente de cadáveres, arropados sólo
por la hediondez de una humedad constante.
A lo anterior debe agregarse
un ejército de piojos, chinches y pulgas
que invadían el vestuario y la madera,
sin nombrar tempestades y huracanes,
para comprender en su justa dimensión
la diaria existencia de aquellos seres
que, cuando les era imposible desertar,
se amotinaban o tejían conspiraciones,
pasando a cuchillo y bayoneta
a todos los disidentes de la rebelión.
Así transcurrían los días y las noches
en los entrepuentes de las naos
para estos espurios sin casta y sin herencia,
que terminaban sus correrías
convirtiéndose en piratas o corsarios
al servicio de emperadores traficantes,
cuando no morían con la soga al cuello
saliendo airosos frente a sus verdugos,
caso en el cual conquistaban canonjías
para el disfrute de una vejez holgada,
ensalzados por reyes, poetas y pintores.