Describiendo largas curvas sobre las costas
o perfilándose en la bruma junto a los altozanos,
talvez más lejos,
alrededor de las llanuras y cerca de los bosques
se observan cada día sus siluetas burdas,
sus miembros retorcidos y deformes.
Esos menhires trashumantes,
depositarios de sus propios misterios,
inquietos, retraídos al paso de los siglos
y a la vista de los hombres,
que apuntan recelosos como peñascos heridos
sus rostros fantasmales
cultivando en la historia sus dudosos mitos,
no me dejan dormir en paz. Llegan a mi cerebro
desde las profundidades del tiempo,
mientras la humanidad se pregunta por su origen.
¡Nadie puede saberlo!
Sin embargo, ahí están,
disponiendo sus tormentos delirantes.
Son los monstruos,
los gigantes que habitaron la Tierra
mucho antes del diluvio.
Estando en vela
jamás me prestaría para tomarlos en cuenta,
pero ellos permanecen contra mi voluntad
en el poco esclarecido territorio de los sueños.
Ningún estudioso con su hipótesis
ha logrado descifrar su procedencia.
Las especulaciones de Oriente y Occidente,
desde el mundo moderno hasta la Antigüedad,
son apenas precursoras de futuras religiones;
impediré que sean lastre para mi afán marinero.
Y aunque el misterio permanezca intacto
y acabe siempre en el mismo interrogante,
nunca cejaré en mi rechazo.
Que deambulen sin tregua en las edades,
pero lejos de mi mar y de mis costas,
porque las grandes pesadillas que padezco
no son fruto de ningún viaje marino
sino de mi seca soledad terrestre.