Alejandro Tapia

Framboyán.

Framboyán.

 

 

Estoy escribiendo iluminado por una luz artificial y amarilla.

Afuera, la luz de verdad, sólo salva la espalda de un árbol de frutos rojos, mientras la oscuridad todo lo demás devora.

Pocas veces se puede presenciar un espectáculo así, vegetales briznas que a las llamas emulan, aferrándose a la vida en el frío baño de carmín y luna.

Atrás, la estampa de nubes cargadas de un azul demasiado pesado y un estridente susurro que es el viento chocando con el horizonte en el momento justo que prefiere morir la noche.

Antes de salir el sol, el tacto delgado del alba nos despierta erizándonos la piel a los dos.

No hay más que una luz muy joven, pálida, fina. Luz que baña aun de polvo y cristal y no de sol ardiente.

El ambiente de repente me pesa y me marea me siento adentro de una pecera y rodeado de cacareos y trinos que cada vez entiendo menos y que me desesperan.

Trinos que también señalan y acusan a mis pupilas carcomidas.

El arenoso cadáver de mis lágrimas en mis mejillas yace.

Al fin tranquilo, cierro los ojos para ver la hoguera que custodiada por mis costillas, ahora sólo humea.

.Tras perder la lucha contra la madrugada, hemos sido condenados y vueltos a lo que realmente somos, por el sol que recién maduró.

Es macabro parecerme tanto a este árbol que a esta hora parece casi tan muerto como yo.

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