El viento se tornó fuego.
Y las gargantas ardían,
como radiantes braseros.
En el hueco de la mano,
cabe el corazón humano.
El corazón que se achica,
ahíto de privilegios.
El que se estrecha en el pecho.
El saciado de riquezas,
a su brillo sometido.
Como un angosto agujero,
por donde huye el latido.
El viento ha barrido el mito.
Solo queda la certeza,
del efecto consentido.
Y al sucederse los hechos.
La voz afónica suena,
en su trivial laberinto.
En el hueco de la mano,
apenas queda un suspiro.
Como un hálito perdido.
Respeto gritó la ausencia.
De carencias contenida.
De no repetir los ecos,
de su precisa presencia.
En el olvido se queda,
sin dar pábulo a su sino.
Sin el necesario estímulo,
que de valor a su ofrenda.
Perdido en el laberinto.
Suave la mano acaricia.
Como los dedos de un niño,
resbalan como un ovillo,
sobre los senos queridos.
La voz aflautada llora,
sin aparente motivo.
Es el rumor interior,
que por fuera suena a grito.
Dando al respeto su sitio.
Canciones de quita y pon,
que el tiempo va diluyendo.
Más otras retratos son,
de interiores sentimientos.
Que afloran en los resquicios,
vacíos en el interior.
Como llamas impertérritas,
que se burlan del dolor.
Duendecillos que pululan.
El tiempo adorna la vida,
para hacerla más ligera.
Y el peso que se acumula,
no lastre las luz de dentro.
La existencia sea más tibia.
A.L.
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