Verano Brisas

CATACLISMO

En el confín marino, donde se pone el Sol,

donde las frescas manzanas son de oro

y los vivos se reúnen con los muertos,

sueño, en mi geografía imaginaria,

con el remoto país de los enamorados.

 

Este cerebro de neuronas escasas

vislumbra entre millares la isla predilecta,

la más fértil, la dichosa,

la que surge del mar como una espiga.

 

Mientras dos golondrinas incesantes

remodelan las estrías del poniente,

las palmeras se mecen como nidos

bajo brisas encontradas.

 

Los pescadores regresan con sus pangas

repletas de pescado;

las mujeres terminan sus petates

y los niños en la playa destrozan caracoles.

El corazón caliginoso de la aldea

se alegra de conversaciones y de tratos.

 

Desde los talleres

sube el canto de los alfareros.

En los huertos y en las casas

todos sueñan con el mar,

con los enormes buques y los lejanos puertos.

 

Pero algo inquietante desordena mis mares interiores;

el estruendo es sordo y mis entrañas tiemblan.

El aire penetra como un arpón de acero.

Las casas y las calles se van quedando solas;

los isleños huyen.

El agua brama sobre los seísmos

en su estertor fatal.

 

Hay convulsión de nubes, de olas y de polvo;

los muros caen; se desploman techos;

se rompen puertas y ventanas;

se desfondan pisos;

se descuajan árboles;

los peñascos ruedan, suben,

bajan buscando nuevo lecho;

el mar hambriento se ha tragado el mundo.

 

Hombres y mujeres con sus hijos

escapan aterrados del duro cataclismo.

Y yo vuelvo al principio:

Así, con mi esperanza, soñando que amanece.