Nunca supe quién fue y, aun así, lo amo más que al perro que me escolta cada noche y me hace ver lo solo que estoy.
Nunca vi su cara, pero supongo que al igual que yo, no quería que fuera vista por tantas arrugas y por tantas lágrimas
del pasar de la madrugada y la luna.
Nunca escuché una sola palabra venir de su sombrero tirado de un lado, pero como yo, toda su vestimenta únicamente demostraba
cuan muerto estaba por dentro.
Nunca mantuvimos una sola conversación, pero hasta el día de hoy, es la persona con la que más me he entendido
durante todo el lastre de mi existencia.
Él solo retiró de su saco roto la más inmaculada pacha de ron centenario que brilló como nunca por la luna,
la estiró hacia mí y esperó que muriera en mi boca.
Él solo removió de la bolsa de su saco roto la más cuidada pipa de marihuana aceptada por mis ojos de insomnio,
y esperó que el último gramo muriera en mis pulmones.
Él solo se levantó de mi lado, caminó unos metros hacia las 3 de la madrugada, volteó para verme, y ahí estaba yo,
ya extrañándolo, viéndolo también.
Solo bastó ese movimiento para entendernos y seguir nuestro camino quizás igual,
ambos pisoteados y nunca acabado el dolor.
Dejó un claro pensamiento en mi cabeza, que todavía rodea todas mis trasnochadas:
como hacen falta más sacos rotos
en el camino de los hilos sueltos.