La imprudencia y la antorcha de un obrero
acabaron arrasándote
en los aceitosos malecones
del gran puerto neoyorkino,
viejo y bravo Normandie.
Te invadió la tristeza
cuando fuiste transformado
en futuro llevador de tropas a la guerra,
contraviniendo tus íntimos deseos.
Superabas al Queen Mary
con toda tranquilidad,
e hicieron de tu vientre el depósito preciso
para diez mil catres de lona,
en los cuales dormían
sabe Dios cuántos soldados,
quizás por última vez.
Atosigaron tus bodegas con mantas,
cucharas, platos y alimentos,
sin contar centenares de botes salvavidas.
A tu ígneo final
siguió el más inhumano
de los desguazamientos,
después de invertir en tu rescate
sumas de dinero y fuerza
que habrían calmado el hambre
de tantos estibadores
en muchos puertos del mundo.