Mientras columnas de humo escapaban por los aires
de las entrañas del buque,
un estruendo sin fronteras se apoderaba del casco.
¡Fuego a bordooo! ¡Explotaron las calderaaas!
Su rostro estaba quemado y totalmente ennegrecido;
era una llaga sangrienta sobre la cubierta oscura.
Yo que siempre fui un marino soñador y decidido,
ordené con voz de trueno:
¡Recuerden el Birkenhead!
¡Primero las mujeres acompañando a los niños!
En tanto, aquel monumento de hollín,
de aceite y de tizne se doblegaba hacia el suelo
como una espiga de carne, entumecido y sin fuerza.
Esa noche era la última que navegaba en el mar,
porque en la próxima aurora,
cuando atracara en el puerto,
una mujer de ojos verdes y caderas como brasas
lo inmolaría en el dulce sacrificio del amor.