Como una gran ciudad del hemisferio norte,
envuelto en su capa de neblina
iba el Doria pausado y consentido
por una sabia y honda tranquilidad nocturna.
Algunos bailaban quedamente
mirando los furtivos romances de cubierta;
otros soñaban con puertos imposibles
en las doradas costas de algún país inmenso.
De pronto, el gran estrépito, seguido de silencio;
después, gritos y voces en busca de socorro.
En tanto el moribundo comenzaba a inclinarse
como una danta herida que no quiere seguir,
hundiéndose a estribor.
Dos lágrimas subieron al borde de unos ojos:
el capitán Calamai lloró mientras su lancha
dejaba entre la espuma maderos encendidos.
Cuando la sombra vino a retomar su imperio,
las aguas, ya desnudas, sintieron en su vientre
el palpitar de un casco acerado que se hundía.