Representante de la Luna,
soy la propia Luna y viajo
en noches sin lluvia y despejadas,
desde mi castillo cósmico
hasta los dominios que poseo
sobre playas desérticas e ignotas.
Esposa-hermana de mi padre el Sol,
en Babilonia me confundieron con Sin,
dios que cruzaba el firmamento
en su barco de jarcia esplendorosa.
Soy también
el dios Suki Yoky
Representante de la Luna,
soy la propia Luna y viajo
en noches sin lluvia y despejadas,
desde mi castillo cósmico
hasta los dominios que poseo
sobre playas desérticas e ignotas.
Esposa-hermana de mi padre el Sol,
en Babilonia me confundieron con Sin,
dios que cruzaba el firmamento
en su barco de jarcia esplendorosa.
Soy también
el dios Suki Yoky del Japón,
que prefiere figurar como un conejo
recostado en el rostro de la Luna.
Algunas tardes me baño en el océano
antes de partir en mi carroza de plata.
Tengo predilección por los amantes
y acaricio a mi propio enamorado
cuando se encuentra dormido.
Cheng O, diosa de la Luna china,
joven que robó al marido
su elíxir de la eterna juventud
poco antes de volar a su castillo,
situado en los espacios cósmicos
donde vive feliz y solitaria.
Hina, diosa de la vida y de la muerte
en varias islas de Polinesia,
que una vez se retiró a sus lares
al terminar los deberes de la noche,
para tejer su tapa (tela sin tejer)
con la destreza del mayor baniano.
Las estrellas brillantes sobre Rusia
son semillas engendradas por Sol,
pese a mi relación casi platónica
con el padre y abuelo de los dioses.
Para el África tuve en otro tiempo
un rostro suave, inmaculado y bello,
hasta que mi amante lo salpicó de barro
como venganza por mi independencia.
En otras partes dos soles existieron
igual de ardientes, ebrios e impulsivos,
hasta que yo me zambullí en un río
de aguas caudalosas y violentas,
quedando con estigmas imborrables
por el áspero furor de la corriente.
Como toda mujer inteligente
presento una actitud polifacética,
además de mi belleza legendaria,
envidia y maldición de mis rivales,
que no toleran tan infame afrenta.
En las tribus algonquinas norteamericanas
desaparezco del cielo cada mes,
con el fin de hacer que vuelva el Sol
cuando se pierde en sus partidas de caza.
En Australia, cansada y dolorida
de hacer el amor con mi eterno compañero,
me tomo tres noches de reposo
para restaurar fuerzas perdidas,
huyendo de los campos siderales
hacia lugares no bien establecidos.
En Centro y Suramérica me ven
de diferentes maneras y tamaños
cuando inicio mi viaje intermitente
por los amplios senderos del espacio
buscando soledad y paz etérea.
Dicen finalmente que demuestro
ser menos inconstante que mi esposo,
pues mi blanca sonrisa nunca cambia
en épocas de invierno y de verano,
mientras él se enfría o se calienta solo
tomando en cuenta la estación del año. del Japón,
que prefiere figurar como un conejo
recostado en el rostro de la Luna.
Algunas tardes me baño en el océano
antes de partir en mi carroza de plata.
Tengo predilección por los amantes
y acaricio a mi propio enamorado
cuando se encuentra dormido.
Cheng O, diosa de la Luna china,
joven que robó al marido
su elíxir de la eterna juventud
poco antes de volar a su castillo,
situado en los espacios cósmicos
donde vive feliz y solitaria.
Hina, diosa de la vida y de la muerte
en varias islas de Polinesia,
que una vez se retiró a sus lares
al terminar los deberes de la noche,
para tejer su tapa (tela sin tejer)
con la destreza del mayor baniano.
Las estrellas brillantes sobre Rusia
son semillas engendradas por Sol,
pese a mi relación casi platónica
con el padre y abuelo de los dioses.
Para el África tuve en otro tiempo
un rostro suave, inmaculado y bello,
hasta que mi amante lo salpicó de barro
como venganza por mi independencia.
En otras partes dos soles existieron
igual de ardientes, ebrios e impulsivos,
hasta que yo me zambullí en un río
de aguas caudalosas y violentas,
quedando con estigmas imborrables
por el áspero furor de la corriente.
Como toda mujer inteligente
presento una actitud polifacética,
además de mi belleza legendaria,
envidia y maldición de mis rivales,
que no toleran tan infame afrenta.
En las tribus algonquinas norteamericanas
desaparezco del cielo cada mes,
con el fin de hacer que vuelva el Sol
cuando se pierde en sus partidas de caza.
En Australia, cansada y dolorida
de hacer el amor con mi eterno compañero,
me tomo tres noches de reposo
para restaurar fuerzas perdidas,
huyendo de los campos siderales
hacia lugares no bien establecidos.
En Centro y Suramérica me ven
de diferentes maneras y tamaños
cuando inicio mi viaje intermitente
por los amplios senderos del espacio
buscando soledad y paz etérea.
Dicen finalmente que demuestro
ser menos inconstante que mi esposo,
pues mi blanca sonrisa nunca cambia
en épocas de invierno y de verano,
mientras él se enfría o se calienta solo
tomando en cuenta la estación del año.