Denil Agüero

La penumbra de la codicia

Hubo noches sin duda en las cuáles, aún con ojos abiertos, se me escapa un sueño

detrás de otro, molestando el pobre quehacer retórico si así puede ser citado.

 

Guardé la historia de uno entre tantos, difícil no fue, todos emanaban muerte

y así empieza, con un puñado de oro y otro puñado de muertos encima

quizá un par de millones, posiblemente muertos, acaso agonizantes, vadeando mis sueños.

 

Todos cantaban las palabras más suaves a los sordos puñados de oro en los que yacían

los golpes más bellos de una sinfonía pesada repitiendo la misma nota, quebrando el oro.

Plúmbeo el reniego de mi marchar hacia el oro, se detienen mis pasos en la sombra

observan la colina repleta de cadáveres, escuchan una vez más el concierto y decididos

tratan de correr la distancia restante hasta llegar a la muerte y volverse uno con ella.

 

Antes de llegar, la sinfonía se vuelve un grito inaudible y molesto que repetía:

“despiértese, despiértese, qué putas hace ahí, son las tres de la hijueputa madrugada”

era un granjero que caminaba hacia su trabajo y topó con la mala suerte de verme

como una bolsa de basura en frente de una casa, inmóvil, sin hacer nada, casi muerto.

 

Lo triste fue no poder terminar mi sueño en ese sueño:

alcanzar el altozano

donde se encuentran todos los esqueletos sin precio en vida

cantando un color dorado.