Hace años conocí el tropel de los mares de Minos.
El mismo que a Homero llenó de resplandores hasta dejarlo ciego.
En esos caballos de oscuridad encendí fuego en el templo
donde las ideas tienen nichos que dan forma a sus cuerpos.
Sobre esas olas los bajeles son relámpagos que iluminan
bosques de papiro que se oponen a la fragilidad de la ceniza.
Allí en Éfeso dialogué con la estatua del Oscuro habitante
de la ciudad del fuego a la que aspira el alma de las cosas.
En Mileto, Tales me ofreció agua en una copa de sabiduría
que se evaporó con el calor de sus palabras tan sencillas.
Anaxímenes me llenó de incertidumbres cuando redujo
a sus demonios inquietos en las mazmorras de aire.
Anaximandro, bajo un sol oblicuo de verdad, me llevó
a las montañas invisibles donde mora el ser sin definir.
Con música me recibió en Samos el gran Pitágoras
y me invitó a jugar en los jardines de los números.
Al pasar por Agrigento vi a Empédocles en sandalias de oro,
sobre el volcán Edna, mezclar los cuatro elementos.
Pero al llegar a los dominios de Leucipo y Demócrito
me sorprendieron los átomos con forma de hongos.
Hoy me pregunto: ¿tiene sentido tanto tropel?