Desde las altas montañas japonesas
me dirijo hacia los bordes de los ríos
en busca de terrenos más propicios,
produciendo avalanchas y desastres
para evitar que detecten mi presencia.
Atraigo los chiquillos hacia mí,
capturándolos y sometiéndolos
con cordeles sacados de su pelo,
para después devorarlos
con mis fauces de negro jabalí.
Ocupo su alma y me convierto
en amante de sus travesuras,
que proyecto contra la familia
en mis andanzas nocturnas.
Pero a nadie le enfada mi conducta
en ese territorio infortunado
porque, pese a mi atroz antropofagia,
soy el portador de buena suerte
que nunca quieren desterrar de sí.