Solo a mi madre,
que se ubicaba en la olvidada mesa de seis
y perdía la mirada
cuando las hojas del otoño le lloraban.
Se quejaba en silencio,
alimentando a tres niñas.
La de cerquillo aún no hablaba,
la rizada cantaba
y la de trenzas la contemplaba.
Pero de pronto se escuchaba la puerta
y solo a mi madre el cuerpo se le tensaba.
Aterrada o asustada,
así yo la recordaba.
Abrazos hipócritas recibía.
Besos en los labios
y caricias que solo le sangraban las heridas.
Le lloraba.
Le lloro.
Tanto dolor haciéndose infierno en su pecho
y tanta agresividad en un hombre
que solo a mi madre se le retorcía como veneno en el cuerpo.
Y las tres niñas que se habían quedado sin lágrimas
yacían en la mesa de seis,
olvidada.
Como su madre,
un tiempo antes de que aquel ingrato,
se las arrebatara.