Era una tarde de un día cualquiera,
andaba corriendo un atravieso niño
junto a la rivera de un río,
una onda de jebe llevaba consigo.
Una mansa paloma dormía en su nido,
en una rama seca de un espino,
el pequeño cazador la miró con ansias
y caminado a gatas se acercó muy despacio.
Sacó la honda y una piedra cogió,
el proyectil certero, el buche perforó,
cayó del nido aleteando herida,
entre la yerba se quería esconder,
levantaba sus alas implorando perdón,
y él sin piedad le arrancó el corazón.
Se marchó con su presa, según él, feliz
corriendo y silbando camino a su hogar.
Dicen que el asesino vuelve al sitio del crimen
a recoger sus rastros y a lavar sus culpas,
y volvió el miserable, al amanecer,
pero al mirar al suelo bajo el nido vacío,
vio dos pichoncitos con sus ojos huecos,
servían de festín a las hormigas.
Sintió un dolor muy grande al ver la escena,
mil veces se maldijo, votó el arma homicida,
ya no fue cazador desde ese día.
Cuando aquel recuerdo a su mente regresa
como un vengador le punza el corazón,
por eso la tristeza hoy es su compañera,
hoy adolorido va cargando ese peso.
Hoy anda su camino espinoso,
hasta se hizo poeta y canta su dolor,
para esconder su culpa con tristes versos
y hasta cuando ríe por dentro llora
porque esa angustia le torturará el alma.
José Eugenio Sánchez Bacilio