Y esa canción que con él un día fue escuchada, no solo a él lo evoca.
Una canción de viejas noches olor a vela de bar, de recuerdo de la textura de los sofás con decorado budista, del calor de la tenue luz de lámparas vintage, y de largas conversaciones entrecortadas por caricias y profundas miradas recelosas de la eternidad.
Noches de cien por ciento bateriá, noches de silencios que tren paz, de brillo en los ojitos y de suspiros al hablar.
Y salir, y que el frio no se deje sentir. Noches de caminar con rumbo cual odisea y reírse del tci-tac que acecha mientras los besos se revelan volviéndose cada vez más largos.
Besarse en una y otra farola y ser los dueños de todo, y no necesitar nada.
Saber que tras la noche llega el día y no estremecerse ante los requerimientos del mañana.
Hacer la noche reina del presente y medir al tiempo en abrazos.
Esa vieja canción que es el baile sin música a la luz de la luna , abrazos por la espalda , y el desasosiego de cinco adioses antes de desabrochar el cinturón de seguridad del coche, que reproducíamos tres veces por mirarnos un poquito más.
Esa es, la de noches de besos y de ganas, de quedarse y de ser, de no irse y desear volver.
Noches de desestrés, de éxtasis, de vida.
Todo en una canción, que con él se dió por olvidada.