Unos dedos le arrancaron del silencio al sentir la caricia irreverente de las olas en la playa y también de las montañas blanquecinas y nevadas que llegaban con su abrigo y su bufanda intentando compartir unos momentos.
Y a los dedos se acercaron las aldeas y los campos con sus tierras anegadas por las aguas y revueltas, dependiendo de unos brazos y unas manos que cuidaran sus entrañas y plantaran la simiente, en primavera, que creciera y diera fruto y alimento a tantas bocas que precisan de las mismas.
Fue un instante prolongado y un suspiro, un segundo en el espacio que transcurre y se presencia. Sin embargo, la caricia proseguía, y se elevaba, con los dedos que buscaban los rincones invisibles del espacio, intentando recobrar el equilibrio de las almas en la vida…
“…Y llegaron las gaviotas recelosas que venían de los muelles y las playas,
y vinieron otras tantas de la costa mendigando aquellas sobras de pescado que en el día se tiraban a las aguas,
y salieron los suspiros retenidos de los pechos,
y los ojos se alegraron con la música incipiente que sonaba en los oídos,
y los labios temblorosos musitaron mil plegarias a los dioses invisibles,
y la piel se estremecía sin descanso con el soplo de la brisa
y la caricia, que llegaba de unos dedos,
y el maestro olvidadizo se dormía en su escritorio olvidando la canción de los piratas,
y los niños contemplaban la pizarra tan vacía,
y durmieron las palomas en el parque contemplando a los ancianos,
y salieron margaritas en macetas y en ventanas de las casas,
y cantaron las campanas de la iglesia,
y nacieron mariposas que volaban silenciosas por la acera,
y miré con unos ojos, regalados por mi madre,
y gusté del flan de pera y de manzana preparado con sus manos,
y sorbí con estos labios de la leche inmaculada de sus senos,
y cantaron los canarios enjaulados al sentir la mano amiga que quitaba sus cadenas,
y te vi en el reflejo del espejo al mirarme en la mañana,
y escuché la voz hermosa y cantarina que pedía una respuesta,
y te amé como se aman los amantes, con pasión y en primavera, aunque fuera en un otoño,
y sentí que el corazón se desarmaba en un deshielo prolongado,
y noté como la sangre galopaba por las venas tan ardientes y fogosas,
y, al final, me desperté con los ancianos en el parque...
Y sentí que la madera de mi cuerpo se cubría de nostalgia ante los dedos seductores que buscaban sus heridas, y en las mismas a mis gritos y suspiros, que vibraban con las cuerdas, que sufrían y reían; y con rabia se bañaban y rozaban como en busca de lujuria y de pasión mal contenidas, y me amaban y gritaban con un nombre que yo nunca conocí…”
Al final, entre sudores y suspiros, reinó el silencio nuevamente, y el piano solitario en el rincón, despertó de su delirio.
Rafael Sánchez Ortega ©
09/01/19