Desde el fondo de la noche llego
con mis ojos de fuego enrojecidos
y mi andar inerte, vacilante y lento,
evitando los tropiezos del camino.
No levanto la mirada y permanezco
en un silencio sepulcral, árido y frío
frente al rostro de los sobrevivientes,
aunque acato sin protestar las órdenes
que me imparten ridículos mortales.
Cumplo tareas infames y agobiantes
sin descontento ni cansancio alguno,
pero antes de amanecer busco refugio
marchando a mi sepulcro, triste y solo.
Temo la sal como al mayor veneno,
y los granjeros lo saben,
pero mi miedo les importe un higo
porque son de una casta indiferente.
Vago por el campo, temido y temeroso,
como zombi postrado en su desgracia,
cuando la luz se duerme sobre el mundo
vencida y retirada del combate.