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Acaba de cumplir los 16, cuando me asignaron como dama de la corte de María Teresa, la nueva reina de Francia. El día de su llegada usé un hermoso vestido rosa de seda con bordados de oro, me recogí el cabello y dejé sueltos unos rizos a cada lado de mi rostro, pero el toque final fue el carmesí en mis labios, me veía espléndida. Propio, de una Vuillard. Habíamos alrededor de 8 chicas dispuestas a sus servicios esperándola en la entrada del palacio para su bienvenida; hacía un frío que apenas nos dejaba respirar con normalidad. Así que nos alegramos con disimulo cuando vimos llegar los carruajes, de ellos se bajaron a parte de la reina otras 6 damas que venían con ella. Enseguida, nos dimos cuenta que ninguna hablaba francés, su majestad lo hablaba un poco y su acento era terrible. Durante los 4 meses que nos tomó a nosotras aprender el español y a ellas el francés, recibíamos muy a menudo la visita del maestro Moliere. Quien yo particularmente trabé amistad con él, es un hombre inteligente y comiquísimo. Se pasaba horas entreteniéndonos y cuando no lo hacía sólo se sentaba a observar, de rato en rato cruzaba palabras con nosotras. A su majestad –el rey-, no le molestaba para nada su presencia, era uno de sus protegidos, ocasionalmente le prestaba el Petit-Bourbon para sus presentaciones teatrales. Nosotras estábamos encantadísimas de poder estar en primera fila, al terminar la función iba a los camerinos para felicitarlo. Luego íbamos juntos a una taberna muy popular entre los artistas, a tomarnos unas cervezas y a conversar. Recuerdo una de nuestras pláticas con precisión, porque trataba de la razón por la cual él nos visitaba muy a menudo. Pero eso sólo lo supe hasta el final. La verdad, siempre me sentí un poco incómoda de asistir a esa taberna, las mujeres eran vulgares y los hombres ni se digan, unos verdaderos cretinos y pervertidos. El lugar, era horrible nada elegante, hecho sólo de palos y el suelo ni siquiera estaba tapizado, el polvo hacía que se me ensucie los pliegues del vestido. Y siempre teníamos que beber cerveza, porque no había vino, la primera vez que lo pedí todos me miraron rarísimo y se escandalizaron por el hecho de haber pedido vino, podía oír claramente el cotillear entre ellos, ante mi “atrevimiento”. El maestro no le dio importancia, sólo se sonrío y puso su palma sobre mi torso, me dijo: aquí no sirven vino Margot, no estamos en palacio. Esta vez, pedí cerveza y algo de comer, pese que temía indigestarme. – Te ha gustado la obra, qué es lo que más te gustó. – Pues me ha encantado, esas dos jovencillas sí que son un par de ridículas. Sin educación, provincianas y queriendo aspirar a títulos nobiliarios. Me he reído mucho. – Me alegro que la hayas disfrutado, estoy trabajando en una nueva, pero aún no tengo nada escrito. – Y de qué se trata, si me lo puedes decir o acaso es un secreto. – Sólo es una idea en mi cabeza, aún la estoy construyendo, no tengo nada concreto. Pero cuando la tenga, te la diré, lo prometo. Serás la primera persona en saberlo. Al oír esas palabras me ruboricé, creo que él lo notó, pero nunca llegamos más allá de una amistad. Mi mano ya estaba dada a un noble caballero que me haría subir de título y sería muy mal visto que estando comprometida anduviera en amoríos con otro. Si no fuera por ese detalle, tal vez el maestro y yo hubiéramos tenido un romance a escondidas, porque él estaba casado con Armande Béjart, una de las actrices y codueña de su compañía Illustre Théâtre. – Por qué no escribes tragedias, como las de Eurípides, le pregunté. – Por que las comedias enseñan haciéndote reír, además soy pésimo actor dramático, no las escribo ni las actúo, me van mejor las comedias. – Has intentado alguna vez hacer una. – Sí, cuando estuve en Francia y me ha ido muy mal. No he vuelto hacer ninguna, sería hacer el ridículo. Solté una carcajada incontrolable, tuve que beber de esa horrible cerveza para controlarme. – De qué te has reído. – De vos maestro, me lo he imaginado haciendo tragedia, me ha parecido muy gracioso. - Sabes qué te va a parecer muy gracioso, mi nueva obra, quieres saber de qué se trata. – Claro, anda dime de qué se traba, le respondí entusiasmada. – De vosotras, las damas. – De nosotras y sobre qué. – Aún, no lo sé, pero será sobre vosotras de eso estoy seguro. Esa fue la última vez que nos vimos en esa taberna. Había pasado una semana cuando lo volvimos a ver, estábamos bordando unos pañuelos cuando llegó con ese caminar tan gracioso y galante a la vez, que nos encantaba a todas. Saludó y nos pidió que no paráramos con nuestra tarea, se limitó a observarnos como siempre. Después del bordado teníamos clases de etiqueta y de igual manera nos dijo que siguiéramos con nuestras ocupaciones. Yo quería lucirme ante el maestro, así que puse en práctica todo lo que mi nodriza me había enseñado, desde pequeña fui muy precoz y sabía perfectamente que temas debía discutir una señorita dependiendo de con quien se estuviera hablando. Saben cuál es la última moda en vestidos, las flores grandes en tonos pasteles, dos tonos menos al color del vestido, tomé un poco de té sin olvidar levantar el meñique. Una de las damas españolas respondió que su hermana le había escrito en una de sus cartas que los escotes cuadrados se estaban usando. Para no parecer bobas nos pusimos hablar de arte, del pintor de moda, de la rivalidad entre Moliere y Racine, por supuesto que yo salí en defensa del maestro. Tomamos un descanso de 15 minutos antes de pasar a la clase de música y a la de baile. El maestro se acercó y me susurró al oído: por qué toman tantas clases, a caso no se divierten; a lo cual yo respondí: No sea tonto, toda dama elegante debe prepararse para la sociedad.
- Y todos los días hacen lo mismo, no te parece aburrido.
- Claro que no, además no hacemos siempre lo mismo. Mañana, por ejemplo, tenemos pintura, cocina y literatura. Además, están los grandes bailes para no aburrirse.
- No te gustaría hacer otra cosa.
- No, una verdadera dama nace para esto, sino se educa pasaría aburridísima en casa sin hacer nada, mientras espera a su marido.
A partir, de aquella vez el maestro comenzó a ir con más regularidad sobre todo los días en los que teníamos clases. Yo estaba más fascinada con él, me alegraba tanto que fuera a verme, porque a quien iba era a verme a mí. Si no fuera así, hablaría con las otras muchachas. De vez en cuando lo hacía, pero era conmigo con quién se quedaba mucho tiempo platicando. De esas conversaciones aprendí mucho, comenzaron a interesarme nuevas cosas como la filosofía y la política, en cambio, la moda y las joyas cada vez menos. Aunque nunca dejé de vestirme elegante y de verme bonita. Al maestro le gustaba cada vez más hablar conmigo, con el tiempo habíamos llegado a tener mucho en común. Al mes que el maestro dejó de frecuentarnos me casé con el duque Émile Cobert y a los ocho meses tuvimos nuestro primer hijo. Al que llame Jean Baptiste I Cobert, en honor a mi querido maestro. Pero mi esposo pensaba que era en honor a su padre y yo así se lo hice creer. Durante tres años no volvimos a ver al maestro, se sabía que estaba por París. Como la reina no había prescindido de mis servicios, nos mudamos a un chalet cerca del palacio. Un día mientras preparaba las maletas de Émile, para su viaje a Hamburgo, entró Gabrielle a avisarme que el maestro estaba de regreso y se encontraba hablando con su majestad, el rey. Le pedí a Gabrielle que cuidara de Jean, mientras yo volvía, iba intentar hablar con el maestro Moliere. Estaba saliendo de palacio cuando lo vi, grité y corrí hacía él. Nos dio mucha alegría vernos, hablamos muy poco pero nos sirvió para ponernos al día, le hablé de Jean. El maestro en esos dos años se había dedicado a escribir su nueva obra y regresó para estrenarla en el teatro del palacio real. El rey Luis XIV había aceptado encantado, mientras sea una función privada, sólo para los nobles. Y luego podría presentarla para el pueblo en el Petit-Bourbon. La noche del estreno fui con Jean, para esa ocasión utilicé un vestido que había mandado a confeccionar para una fecha importante y sin duda esta lo era. La escuela de las mujeres, por Moliere y su compañía Illustre Théâtre; ese era el nombre que se mostraba en uno de los carteles de la entrada. Estábamos en primera fila como aquel entonces, sólo que yo no era aquella muchachita de antes. Y ahí estaba él, vestido de mujer interpretando a una jovencita llamada Margot, que era dama de la corte de una reina. Debo admitir que me pareció graciosísima, pero no dejó de dolerme, los sueños de mi juventud se desvanecieron en ese momento. Era una sátira sobre mí, sobre las damas, sobre cómo nos educan para la sociedad. Muchos de los concurrentes se divirtieron esa noche, sin embargo, no dejaron de catalogar a la obra de vulgar e impía. Y esa fue la última vez que crucé palabras con Moliere, él lo entendió, no fue necesario decirle cuando me había ofendido. Aunque siempre fui a ver sus obras a escondidas, hasta la última antes de su muerte. Nunca fui capaz de volver hablarle y decirle que lo entendía todo, que estaba de acuerdo. Pero sobre todo que Jean era hijo suyo.