Es la mañana de un veintiuno de febrero,
una silla desvencijada del recuerdo eterno de mi padre
se posa frente a mí,
se quedó conmigo.
¿Cuántos días han pasado desde la infancia?
Cuántas tardes,
cuántos mediodías regresados
se han suicidado en la ventana
de un viejo almanaque sin sentido?
Qué bonita la vida,
qué bello el tiempo que se va
sin dejar sus rastros de caminante triunfal.
Qué pasajera la vida,
cuando toma el tren del primer viaje,
compra el boleto único
y lanza una moneda al aire para escoger el camino.
Es una mañana nubla.
Desde aquel día de octubre
cambiaron mis mañanas;
y esta, es una mañana atípica,
pero los pájaros aun entonan su canto
agradeciendo al creador.
De vez en cuando una lágrima
se cuela en mis pupilas
y me grita con voz de mediodía estival.
De vez en cuando el recuerdo
desempolva mi mente
y me coloca un traje eterno de viajero,
donde polutos paisajes,
donde bellos paisajes,
elaboran la escena de un absurdo
y lo mezclan con momentos de amor y gloria,
donde mixtos paisajes nos relatan la vida.
Tu tren ya se detuvo Padre,
adquiriste un boleto para otras dimensiones,
y ahora desde aquel día de octubre,
una lágrima visita mis pupilas,
desempolva mis ojos.
Una mañana, un día, se van como suspiro.
Una tarde, un día…
y ya no volví a verte.