El ruido inmenso desmiembra,
asusta cada lado humano que muere de mí,
sin sustanciarme siquiera,
sin siquiera volver mis ojos a lo exacto.
El ruido de la gente enferma con sus gases,
contrasta vilmente con las bellas sonrisas de las damas
que sueñan con su pasada infancia.
El ruido inhumano del odio es una pedrada
aciaga que descabeza sueños.
Las manos enfermas de los que a diario matan
son solo un negro grito,
pies descalzos en veredas de fuego,
son un veneno impune
que la sociedad aspira en los diarios,
que se cuela en sus casas
cuando el terror como un visitante ingrávido
se ríe de nosotros a carcajadas y nos vulnera.
El grito de la muerte nos asusta,
y ahí está ella. Seriamente sentada.
Cruza sus piernas, y se burla de mí.
Ahí está ella como siempre, como siempre me aguarda,
como siempre, vestida de etiqueta.
Con su vaso de licor y su cigarro
y con sus balas malditas que van cegando sueños
en el alma del pueblo, que como siempre,
es la única estrella que se apaga, secando grises lágrimas
en las calles del barrio,
en el polvo de sueños que se van extinguiendo
tras la mirada ciega de la dama justicia.