Danny McGee

ALEXANDRA.

Alexandra.

Se observa la noche oscura
en nuestra ciudad silente,
la luna da su blancura
y ya va a dormir la gente.
A lo lejos, una ventana
se logra ver encendida:
despierta hasta la mañana
se ve una niña escondida.
Con ojos de princesita,
con párpados de doncella,
la niña ve la infinita
y frágil luz de una estrella.
Se mira en el alto cielo,
se mira y explota en llanto:
se mira junto a su abuelo,
con ése que quiso tanto.
Se ve sentada en su pierna,
colgada en un largo beso,
y ella quisiera eterna
la escena de su regreso.
Y así, desde el firmamento,
su abuelo le da respuesta
a todo lo que es lamento
y a eso que en vida cuesta:
-“A veces la pena es honda
y luego el dolor se agranda.
Responda como responda,
¡así es la vida, Alexandra!
Se ve la noche en tus ojos,
pero nunca en tu corazón:
el amor que damos a otros
es siempre mejor opción.
Me lloras por esta ausencia
de carne, mas no de alma,
y yo, con libre insistencia,
te quiero brindar la calma.
No dejes que tu sonrisa
en vida se vuelva oscura,
sé como lo es la brisa
que es transparente y pura.
Tú debes alzar el vuelo
y en vida sembrar tu vida.
Lo dice quien es tu abuelo,
aquel que nunca te olvida.
Tú siempre serás mi nieta,
la niña de dulce encanto,
y en esta vida secreta
te quiero y no sabes cuánto”.
Y así, desde el firmamento,
su abuelo deja un consejo:
el sabio del cien por ciento
se hace al llegar a viejo.
Y con ojos de princesita,
con párpados de doncella,
la niña ve la infinita
y frágil luz de una estrella.
Se ve otra vez en el cielo,
se mira, sonríe y anda.
Y ahí repite el abuelo:
-¡Así es la vida, Alexandra!

A Alexandra Celis.