En una mano una rosa,
de la que huella dejaron sus espinas,
como un vestido rojo,
cubría el manto que cubre mi alma.
En la otra mano, una vela,
de llama incesante, llama mi calma,
como el sol de primavera,
como faro alumbrando barcos perdidos.
Vestido con una suave túnica,
de claro color negro,
estaba vestido de luto.
En la cabeza, una corona, de clavos,
manchando cada rincón,
de inocencia que residía en mis ojos,
afilados como el viento en otoño,
dejando árboles secos,
dejando dentro de mí varios huecos.
Los pies, sin embargo descalzos,
heridos por caminos de cristal,
añorando pisar nubes,
sobre las que poder volar.
La rosa, mimetizada con mi mano,
resalta su gran aspecto rojo,
lentamente, se pudre, perdiendo su cabellera,
su cuerpo manifestado de pétalos.
El cuerpo de la vela,
que se consumía en simple cera,
que se consume como la luna
al cantar de los pájaros al amanecer.
Anuncia su triste final,
se va a apagar, ya no va a alumbrar.
Mi atuendo oscuro, lloraba estrellas,
como si del espacio se tratase,
un océano inmenso de luces fugaces.
La corona, penetrando en mi laberinto,
del cual no había mapa, ni destino,
dejando todo vacío.
Arrodillado a los pies del tiempo,
pidiendo por un momento mejor,
pidiendo que se detuviera el reloj.
Las agujas, como gritos
resonaban en mis oídos,
dejando mi ser perdido.
Un bello paisaje con tonos desangrados,
en el que mi cuerpo se haya tumbado,
aunque desconocía mi paradero,
solo era un pequeño contenedor.
Quizá cada gota de sangre,
sean las lágrimas que de mis ojos caen,
inundando la realidad,
la pesada realidad, de vivir, y no soñar.