Necesito la luz del día para
encender la noche.
El nevero de la cúspide me da
la vida.
El frío del océano me la quita.
Se me van los pies laderas abajo
hasta amontonar aguas en la
reseda de esa olla.
Las verdes laderas que saludaron
mi nacimiento tiritan de desaliento.
El húmedo del descenso llega a
remanso, para después precipitarse.
Un no sé que me despeña por una
suerte de sendero que quiebra el
decir de una montaña.
Allá, a lo lejos, se atisba un negro
hondón que anuncia un quizás.
Entro veloz en una entraña de
fuego e hielo y salgo por otro
resquicio abierto al acaso de las
arcillas. Entro y salgo.
Entro para enjugar las olas de mis
océanos de calma, salgo para
embravecer mis aguas, para que
deseen la armonía quieta de un
abrazo.
Calma y disturbio, caudal que se
oculta a la geografía de la vista para
rebrotar furioso de vida, de locura.
Aparecer y desaparecer.
Equilibrio.
Armonía, ojos del alma que giran
lentos de rotación, miran dentro,
miran fuera, cierran y abren sus
párpados en danza constante.
Busco el cobijo de sol de una parra
para acariciar un libro.
Busco la noche, el hervir de una
mirada que haga la linfa libido.
Sombra, noche, día, mañana, ayer,
cara, cruz, serenidad, quietud...
Entro para dormir de sentido.
Salgo para rebozarme de existencia.
Empanada de locura.