Estación helada,
oscuridad creciente,
titilante brillo de los astros
en la lóbrega bóveda celeste.
Cuervos demoníacos revolotean
siniestros a mi alrededor,
mientras graznan en su extraña lengua
una mortuoria oración...
Un escalofrío eriza toda mi piel
y la recorre a lo largo de la
columna vertebral
traspasando mi alma ansiosa
en una tortura muda que
me narcotiza y quema
con su gélida sensación.
Todo esto puede conjugarse
con la fría mirada de las estrellas
y el aire cortante y álgido
de un invierno que rezuma miedo y dolor...
El lastimero ulular del viento
en todos los rincones me transporta
a dimensiones de ultratumba
y luego se dirige a mi ser
en un susurro siniestro...
Es tu alma que quiere contarme
su desdicha de amor,
en una deprimente canción
de dolor y pesantez...
Y los árboles, a la vera del camino,
pasean su esquelética silueta de
criaturas monstruosas y deformes
en el más profundo entorno glacial.
Pero... ¡ya, sal de ahí, compañera de mil años!
Ven a mí, a mi estación de amor,
con su dorado sol de estío,
con su dorada tarde besando el ocaso,
y después del anaranjado crepúsculo,
reflejos de plata de la preñada Luna...
¡Ven... ven, sin miedo, eterna compañera
y conjuguemos otro sueño de amor
en el anillo imperecedero de la dulce eternidad!