Anoche.
Anoche, cuando el silencio fue el testigo de una férvida palabra que encendió mi habitación, yo te tuve entre mis brazos. Te besé, te envolví con suspiros y empañé los rincones de tu esencia femenina.
Silente… clavado a tu cuerpo como un árbol a la tierra, fui a encontrar tu desnudez, tu más elocuente deseo de ser musa y heroína de esas dichas que eran perlas en la sombra.
Colgado en las pupilas que te hacían ver la noche, yo pensaba en ser la estrella de tu pecho palpitante. Y tú, hermosa y reposada, fuiste carne de mis manos y el secreto de mis besos.
Al sentirte desnuda, todos los ángeles y todos los querubes escondían su belleza para que tú te enarbolases. Sí, sentirte entre mis brazos era arder en los edenes, en todas sus florestas y en todos sus paisajes.
¡Qué hermosa!... ¡qué hermosa! ¡qué hermosa era la hora que azulaba nuestro encuentro!... Tú me dabas los deseos de buscar una esperanza y yo te regalaba la palabra del destino.
Anoche, cuando el viento quebró el calor de tu cuerpo sobre el mío, supuse que soñaba en mi más secreto anhelo; pero, a pesar de que fue un sueño, yo noté que había en mis labios un sabor que hoy tú sentías.