Son las cinco de la tarde
en un pago de leyenda.
A estas horas el ombú,
se saca el poncho violeta
y lo tiende sobre el suelo
curtido de la tranquera.
No pasa una virazón.
El patio se recalienta
con un brasero \'e malvones,
prendido no bien clarea,
adonde las ponedoras
van a pintarse las crestas
y cuasi siempre murmuran
su rosario las abejas.
El rancho es de palo a pique.
Parece que jué carreta;
porque entuavía se ven
entre los yuyos dos ruedas:
una, es la boca del pozo
y la otra, la manguera.
Dicen que todo era dulce:
el agua, el techo y la dueña,
una viejita muy blanca,
que dejó viuda la guerra
con cuatro hijos varones...
y se echó esa cruz a cuestas.
Sus manos son un milagro
de amor; porque sale de ellas,
tierno el pan del amasijo,
tibia la leche que ordeñan,
blanco de espuma el mantel
en el altar de la mesa,
donde esas manos bendicen
la caridá de la cena,
con la hostia de la luna
azulando la cumbrera.
Esas manos día a día,
sacan calor de la rueca,
pa entibiar cuatro pichones
que despumó la pobreza.
Y esas manos de la madre,
con diez palitos sin juerza,
van haciendo cuatro gauchos
a rigor de potro y sierra.
Si alguna vez se enojaba
con un gurí, siempre ella,
antes de cerrar la noche,
le dió la mano derecha
para que él se la besase
con un: \"perdonáme vieja\" !
Nunca se pudo dormir
con un hijo en penitencia.
Y esa tarde, el más muchacho,
estando solo con ella,
olvida la ley de Dios,
levanta un puño y golpea
el pecho de aquella madre,
que es una santa de güena.
A\'i nomás monta a caballo
dejándola cáida en tierra.
Y a la oración, cuando güelven
los cuatro para la cena,
está el fogón apagao
y hay un frío de tapera...
- ¡ Mama ! - nadie le responde.
Temblando ya, la campean.
Como buscan a la altura
del corazón, no la encuentran;
porque la madre está allí,
pero sobre el piso: muerta.
Los cuatro mozos de luto,
al campo santo la llevan.
Pesaba tan poco en vida...
y aura no pueden con ella !
Doblan por las cuatro puntas
aquél pañuelo de tierra...
cain unas flores de yuyo...
se santiguan... y la dejan.
Al otro día un vecino,
al pasar por allí cerca,
avisa que a la finada
le quedó una mano ajuera.
¡Cómo ! Se miran los cuatro
y denguno malicea,
guelven, le cubren la mano
y pa mejor protegerla,
rodean la sepultura
con un corralito \'e piedra...
Y la misma tarde, un hombre
que cruza con su carreta,
le dice que vió la mano
otra vez a flor de tierra...
Entonces, al más muchacho,
le habló al \'oido la concencia;
porque se puso \'e rodillas
en el corralito \'e piedra,
bajó la frente y llorando,
pa que la madre l \'oyera,
como cuan jué gurí,
dijo: \"Perdonáme vieja!\".
Cubrió de besos la mano...
después la cubrió de tierra...
y como salía solo
para perdonar la ofensa,
dende la tarde del beso
ya descansó bajo tierra...
Y naides más vió la mano
de la madrecita güena,
que nunca pudo dormir
con un hijo en penitencia.