Un domingo de Resurrección del alma;
me he arrodillado ante el púlpito,
‒mientras el ruiseñor hacía cantar la ermita‒
y tras haber comido el cuerpo de Cristo,
lo escuché, y me borró la neblina de
la conciencia y del llanto;
porque Dios existe, yo lo creo.
Y ya, en mi aposento,
he agarrado tus manos,
arrodillado en tus labios;
besándolos, comiendo su cuerpo,
eliminando la coraza de la tristeza
que lleva mi alma;
porque yo te creo,
diosa; te creo.