La vida es una ilusión que huye despavorida cuando no estás conmigo.
La alegría se desvanece,
todo se cae,
incluso el telón de la noche;
y las estrellas,
que se deshacen como terrones de azúcar en la leche,
ya no me guían con su pálido fulgor.
Aquí no hay paredes que tapen mi desnudez,
ni aliento que me quite el frío.
Y tengo los pies entumecidos,
como si me hundiera en una ciénaga
a cada paso que doy,
tembloroso y vacilante,
sobre el barro de los días,
sin poder siquiera asirme al cordón de tu ombligo.
Muero de ausencia
mientras mi mirada se alza,
férvida e implorante,
hacia el disco lunar,
que me baña con su luz argéntea,
una luz mórbida y delusoria
que oscurece más que ilumina
la incierta senda del ánima.
Sobre el crujido de una rama,
noctua ulula como un faraute de desgracias,
extinguiendo la llama de Vesta.
Frente a mí,
tus pupilas dilatadas rielan como dos fuegos fatuos en un camposanto,
y un estremecimiento involuntario me sacude todo el cuerpo.
Y en mi nerviosismo
–no puedo evitarlo–,
tamborileo sobre el cráneo de Yorick.
La noche es un territorio demasiado hostil
para atravesarlo solo.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.