Sebastián Rodríguez

Amor furtivo

Y así, nuestro amor fue consumiéndose en cuartos de motel, siempre distintos, pero guardando entre sí la familiaridad del pecado y el deseo. Nos amábamos en los mismos sitios donde al igual que nosotros, parejas, tríos, cuartetos, familiares, vecinos y colegas, daban rienda suelta a sus infidelidades, a esos amores furtivos llenos de desenfreno y pasiones prohibidas. Pequeños cuartos que se convierten en mundos privados al cerrar la puerta, mundos donde no existen los prejuicios, la vergüenza ni la conciencia. Nos acostumbramos a ensuciar sábanas recién planchadas y perfumadas, a vernos la mayor parte del tiempo desnudos, prefiriendo gemir en lugar de hablar, dejando que nuestros cuerpos se comunicaran y dijeran todo lo que las palabras eran incapaces de expresar y convirtiendo la ducha en un ritual que nos permitía borrar toda huella que pudiera delatarnos, cualquier aroma, cualquier mancha o marca que dijera lo que nuestras bocas y nuestros sexos se morían por gritar. Pero no todo era felicidad, porque nada es para siempre y nuestros encuentros no eran la excepción. Como siempre, una vez cambiados y cruzando el umbral, la nostalgia y el dolor de la separación nos enmudecían y volvían triste la despedida. Nos deteníamos unos cuantos segundos para dar una última ojeada a la habitación, reconociendo en cada cosa fuera de lugar la pasión y el cariño que nos teníamos, sabiendo que en cuanto la puerta se cerrara tendríamos que tragarnos todos nuestros sentimientos hasta una próxima ocasión. Nos turnábamos para derramar las lágrimas que en silencio significaban un adiós, un necesito volver a verte, un no me dejes sin tu existencia porque muero. Y de la misma manera que antes entrábamos llenos de energía, ansiedad y descontrol sexual, salíamos decaídos, con el alma hecha trizas y la voz cortada, ella a encontrarse con un marido que nunca la supo amar y yo, a escribir un poema que me permitiera prolongar el recuerdo de su cuerpo, de su voz, de su aroma, todo aquello que perpetuara esas horas en las que por fin dejaba de estar vacío y sentía que la musa se había vuelto mujer, sólo para mí.