El fuego de un adiós calcina las horas
del momento en que estoy,
del contumaz paraje donde escondí mis huesos
para que no me sepultaran;
es que el fíat expreso de no olvidarte nunca,
de nunca desterrarte,
traslada mis sentidos a la dimensión exacta
de tu tez en lontananza,
y una dársena suspendida en el tiempo,
aún guarda las amarras de los sueños
que una noche soltamos.
El recuerdo con su cuchillo de astuto
asalta mis sentidos llevándome a tus pechos,
me embarca en el vuelo de tus piernas
y me lleva al Golfo Triste
donde fuimos amantes y el mar fue el testigo;
ahí, entre algas conjugadas y definitivas,
la pasión sobrevino como volcán en celo,
tu vestido cayó sobre la arena, y el delirio
calcó en clave de morse caricias en tu piel
dorada por el sol de la mañana,
en la marea baja.
Éramos dos navegantes de viejas soledades,
dos corazones en cierne galopando en el cielo,
mis manos de remero, tus ojos centinelas,
tu amor, mis ansias locas,
los perdurables besos,
la quietud desbocada sobre el lecho marino,
la tarde sorprendida cayendo en nuestros cuerpos,
el sol muriendo lento en su agonía diaria,
y la matrona noche abriendo su ventana
y un nosotros sin miedo uniendo nuestros nombres.
La noche fue llegando,
sus pasos agobiados marcaban su penumbra,
te sorprendió en mi pecho;
el viento paralizó su aliento
y nos fue regalando una quieta marea;
un hilo de luz tenue de la luna menguante
plasmaba un delgado reflejo al horizonte,
donde te eche de menos,
en el preciso instante que tu sombra cruzó su lejanía,
escondiendo un “nosotros” para siempre;
y en el remanso de aquella playa sola
descansan los recuerdos junto al mar,
esperando el regreso de la ola.