Es un fluir y perderse,
un puño que aprieta
negro sobre blanco.
En el cuenco de sus brazos yacía exangüe.
Él, que dio todo por su padre y su hijo y
así se lo agradeció, ya atardeciendo...
Él, agarrado al terruño de su Macedonia
natal, no aceptaba aires nuevos. Alejandro
se acercaba a la India para gloria de Grecia.
Los efluvios de un espíritu vinoso, sopeados
por un reguero fragante de viandas divinas,
hicieron estragos en la concordia reinante.
Alejandro deseaba celebrar su pasaporte
a la historia con sus más íntimos, entre los
que se contaba él.
La locura fue guinda de un pastel borracho,
soltando la lengua de viejas rencillas.
Él se descargó a su sabor.
Él contaba hace lustros con el oropel de sus
victorias, de la mano del gran Filipo II. Él
desató su indignación, receloso hacia el
persa, que como mancha de aceite iba
impregnando la desmemoria de su rey.
Alejandro no pudo contener el peso de una
espada que se avenía a la carne como falo
a su vaina. Resollaba de ira, orgullo herido.
Con el vino se derramó plasma y hematíes
hasta darlo por yerto, para siempre...
El resto de los circunstantes lo abrazaron
en el temor de que hundiera hierro en sus
propias vísceras, no es vano recordar que
fueron uña y carne...
Estuvo ido durante unos días. No daba razón
de lo que sus manos osaron hacer.
Sus lágrimas no le fueron bálsamo.
Su ejército derrotado por su soberbia.