Recuerdos de mi infancia
Mi abuelo Juan, padre de mi papá,
fue marinero de pesca en las parejas de bacas
antes de que yo naciera, y siendo aún un chiquillo
con pocos años de edad, él me traía de la mar
caramelos de colores que chupando sus sabores
dejaban buen paladar, cuál olores de las flores.
Muy cerquíta estaba el río y a pocos metros la mar,
donde iban los veleros cargados de blanca sal
para llevarla hasta Cádiz y allí poderla embarcar
en otros barcos más grandes, que el río con poca
agua no les dejaba pasar al fondo de mi ciudad.
Allí tenía mi padre su trabajo de artesano,
cosiendo artes de pesca con su aguja de la mano
y en sus ratos de descanso después de dura jornada,
en las puertas del palacio con Dolores se encontraba,
eran tardes de verano antes de esconderse el sol y Tadeo
la invitaba a pasear junto al río con el corazón encendido.
Allí le surgió el amor con la luna de verano
y como fiel soberano, él le prometió su amor.
Formaron una familia con el transcurrir del tiempo,
tan fuerte como el cemento que aguanta una construcción,
formando una escalera, añadiéndoles peldaños que llegaban
de año en año entre locuras de amor.
Yo llegué un día febrero en la cama de mis padres
ayudado de comadres para ver un mundo nuevo.
Fui un niño muy travieso (hoy se le llama inquieto)
y tal vez solo por eso, casi pierdo un día los sesos.
Empecé yendo a una escuela que había en una plaza
con fachadas de palacios que parecían murallas,
que dejaron olvidadas convirtiéndose en viviendas
de gentes necesitadas. Y fueron los cien palacios
de la ciudad de mi alma, los que acogieron al pueblo
con sus escudos de armas.
Fueron casas de vecinos acogiendo a las familias,
todas de gentes sencillas, lavando sobre lebríllos
con el agua de las fuentes y manos como martillos.
Eran varios los palacios que había en aquella plaza
con un pilón y una fuente donde se surtían de agua,
y una escuela donde íbamos, con pizarrín y pizarra.
Allí, muy cerquíta de la mar, bebiendo leche de cabra
en casa de mi abuela Manuéla, salía yo de la escuela
para ir a desayunar.
Como una flor trepadora crecía sobre mi cuerpo,
haciendo mil travesuras con las más tiernas locuras
que daban la inexperiencia, de unos infantiles años,
sin reparar en los daños que por entonces yo hacía.
¡Cuántas fueron mis travesuras! Fueron cosas de chiquíllos
que no saben lo que hacen, ni se les ven el peligro.
Menesteo