El espacio se fue cubriendo de negro,
solo la luna pálida
avisaba con su luz que se colaba entre las nubes
haciéndolas crepitar,
torturándolas detrás de una bandera
con los colmillos de Drácula,
colgados en un hilo de sangre virginal,
entre la fecundidad del abismo ultramar
y los ojos de un centinela amarillo
que orina
al pié de un árbol de fuego.
Los malhechores se preparan
limpiando sus pistolas,
mientras unos ojos brillan en la profundidad de la calle,
que del invierno que pasa, a la otra estación,
solo cambia de clima
y aumenta su edad y su servicio.
En la profundidad de la calle
como una caverna de piratas blancos
los vicios se ahondan y se apagan.
Cerca de las esquinas,
un canis familiaris
riega la basura olvidada por el aseo
y donde las libidinosas parejas
se acarician incesantes y eróticas
aprovechando la ausencia de la luz,
que en el poste del alumbrado público
tiene algunos días de no verse.
Así es la noche en este espacio de la ciudad,
un poco tímido y morboso,
de repente parecido a otros espacios de otras ciudades,
con las mismas cruces invisibles
y los mismos olores,
donde los borrachos que perdieron el tren de la cordura
se acuerdan de su infancia
y de algún cometa que quedó pendiendo
del alumbrado público
junto con alguna consigna callejera
que salió de una prisión cualquiera
dando gritos heridos.
El espacio se cubre de negro
y el telón de esta comedia llamada vida
tarda en bajar.
Solo la luna marca sus puntos ebrios,
mientras explotan los lobos sus aullidos
y los humanos intentamos pasar
a la siguiente escena.