Pasaron horas como almohadones de pluma,
elásticas, ligeras,
nuestros cuerpos aún nuevos sobre lechos de seda.
Te saboreaba, pero ya me angustiaba la sucesión de notas
fugazmente arrancadas a la madera fría,
porque siempre me apena que apenas inventadas,
dulcísimas caricias recién ejecutadas,
pueriles caprichos o rabia empecinada,
vayan a ser pasto del aire, de la nada.
Terminado el concierto como todo se acaba,
acabada la magia de acordes entregados
y entregados los ojos y el corazón, templado
del temple de la mano al calor de la mano,
yo me dormí.
En la estéril inopia de tu melodía
soñé que ocupabas la silla vacía.