El comienzo del fin fue un estruendo súbito.
Ubicua andanada de cañones.
Me abotoné mi sucio y viejo chénil.
Pierdo cada tesoro desde mis adentros.
Corazón de cristal y sal.
Bandera blanca.
La clemencia no existe para un pirata.
Un garfio flotando en el espacio del mar.
Me persigue una maldición incapaz de olvidar.
Imposible que olvidase la venganza el primogénito de Alcarb.
Hay trozos de madera deambulando, moribundos.
El cuerpo desollado de mi nave, a la deriva.
Una bestia se sumerge, de a poco en lo más hondo del agua y el tiempo.
Hedor a pólvora.
A contra luz, partículas de polvo.
Ron desperdiciado en barriles olvidados.
Velas partidas, no me llevan a ningún lado.
Velas consumidas por el fuego y el tiempo.
Un cápitan triste.
Con lágrimas saladas y sal en las lágrimas.
Un camarote destruido y obstruido.
Se me llena de agua como se me inunda el alma.
Mi tripulación, apuñalada o con la soga al cuello.
Y yo con el océano en los pulmones.
Copas de bronce flotan sobre el octavo mar.
El que se creo a mi rededor por un balazo en la quilla.
Todo se hace más ligero.
Así como muero, deben vivir los astronautas.
Y ahora que el caparazón al que llame hogar se muere,
se hunde conmigo.
Me transformo en arrecifes y corales.
Polvo para las estrellas y estrellas para el mar.
Pocos recordaran el futuro de quien embotelló este papel.
Pero en un recodo del universo siempre flotara mi barco fantasma.