Trafico y duermo con los ojos enfermos
por la enfermedad del mundo,
con la conciencia iluminada,
la que no existe en los parlamentos,
ni en las casas oficiales,
la que de a poco se pierde,
se escasea paralela a la vida.
La indolencia tiene forma de discurso,
anda bien vestida,
con las extremidades inferiores pedicuradas
para disimilar sus pústulas,
germina en los mercados,
en ojos que se pierden en el plano tendido de su vista,
que proyecta destinos ácidos,
que traza curvas torpes con el carbón del miedo
y voltea sus giros en dirección a la nada.
La ingratitud del mundo viaja en primera clase
en un tren septicémico,
pero ella tiene traje de bufo,
no usa desodorante;
clava sus puñales con carcajadas crueles,
luego se declara inocente
y rasga el corazón de los humanos
mientras les besa la mejilla.
Mi andar hace una pausa
y me doy cuenta que mi viejo acordeón
marchitó sus melodías.
Como un viejo peregrino más del cosmos,
a mis treinta y tan pocos años
el tupé de la guerra me pasa su lengua culterana
por las sienes
y la hipocresía de mis congéneres
es la enfermedad del mundo.
Enero 26 de 2003