Ya no soporto mi sombra en estos días de invierno.
Así, me doy cuenta cómo ha crecido el musgo en las paredes
desde el último día que le vi.
Ha invadido la estructura del bloque,
se ha metido en sus poros extendiendo su reino,
su maleficio primitivo de células invisibles.
Hasta hoy habíamos tenido un seco invierno,
pero creo que rompió con su huelga
y nos regaló una lluvia que humedece los huesos,
que riega a las vidas que viajan rumbo al silencio,
a una necropsia de besos pálidos,
mostrándole a Caronte su más seca sonrisa.
Una lluvia imponente que de momentos nos asusta,
pero que disfrutamos.
La vida que se mueve con sus sombras
nos parece difícil, nos suena divertida
mientras deja de ser vida,
mientras se va volviendo un espacio en la historia,
mientras ríe vestida de soledad sagrada,
y se va, dejando huellas en el polvo;
algunas ya cansadas,
otras,
que solo marcaron pasos inciertos,
hediondos a inflación y deuda externa.
Huellas,
que fueron pasos de hombres,
de un ser humano que perdió su apariencia;
huellas que se pierden,
huellas de hambre, de fugaces triunfos
que se mezclan en la nada infinita.
Hay recuerdos que acompañan,
vestidos de verde oliva,
con aliento de huracán, de uvas nucleares,
con esta vida que sonríe al despedirse,
que contempla las flores
en los días de junio que espantan la tristeza;
esta vida mía
que camina regando días que no vuelven
y que camina al olvido
aumentando el humus de la historia.