Fingiré una vez más, para no decir
que tus labios cautivaron mis ojos,
que el esplendor de tu boca fue a mi vista,
el perfil geométrico de un simétrico beso
presa de la imaginación de mis sentidos voraces.
Tendría que mentir amparado por la noche,
que como cómplice urbana
opaca a la dama luna en su cuarto menguante
y oscurece el espacio
de esta calle reservada de engaños,
para no decir que persigo tus pasos,
y al cruzar, con tu andar acostumbrado
esgrimes los puñales de tus caderas
en dirección a mi demencia espontánea
que figura un lugar en tu alcoba
y te lleva en su nave de otras nebulosas
a un paseo por lo bello y lo genial,
a la cuna del cóndor,
dando pasos agigantados por la nieve,
galopando entre el cierzo trepador
de ilusiones serenas, que existen
más allá de este desoxigenado mundo.
No puedo disimular
que mis manos se inquietan
cuando mi olfato no encuentra tu perfume
y no veo tu silueta
fraccionar al poniente en mil pedazos,
dejando tu imagen encriptada en mis ojos
cuando apareces en medio de la nada
expeliendo jaras desde tus feromonas,
que se clavan de prisa como un rayo de luna,
provocando en mi respiración inmóvil,
un ciclón de palabras que estremece al deseo
y me vuelve trovador en tu cama,
amante de tus ganas,
en las noches térreas de mis alucinaciones.
No fingiré estar vivo
para sentir que muero con la conciencia plena,
tendida en el abismo de las posibilidades
de encerrarme en tus pechos para siempre,
sin derecho a escaparme,
para sentir que vivo de raíces y sombras,
de primavera y hielo, de palabras despiertas
y que un huracán gigante se revuelve en mi pecho,
con labios de mujer que me asesinan
y yo quiero morirme con la miel de su veneno.