La casa y su memoria dejada en los rincones.
El lento olvido de la mesa y la silla.
El amueblado laberinto del sueño.
El brusco despertar del espejo
frente a la cama de los padres.
La casa y todas sus puertas cerradas
entre cuarto y cuarto, planta y planta.
La pavorosa incomunicabilidad entre la bodega y el altillo
y el imposible recorrido desde la cocina hasta el patio.
La casa y todas sus ventanas atrancadas
por la violencia ininterrumpida y sin descanso
de su espacio interior que se vacía.
La casa que intenta resistir y se desmorona en ladrillos y polvo.
La casa que ya no resiste el asalto de los invasores,
las botas subiendo y bajando la escalera,
el silencio de los torturados en el sótano.
El naufragio no se detendrá
en las escolleras de vidrio y asfalto
sumergidas por los escombros de recurrientes naufragios
que aplastan la casa con su sombra agobiante.
Si tu voz fuera un pájaro destemplado,
una tonalidad hiriente o una arruga traicionera,
una pequeña arruga en el cruce de los labios,
los labios hinchados por tanta pena y desgaste;
si tus labios al menos tuvieran un pliegue amargo
y alguien notara la desazón de la imagen
que llevas por las calles donde se multiplican
tu cara sin cuerpo y tu cuerpo sin cara,
y ya no son tus ojos de siempre
tus dos ojos que desde la niñez te han mirado con tranquila ironía,
sino ojos y ojos y ojos y ojos y ojos
multiplicados, repetidos, hacinados en desorden,
apretados a reventar
en el ojo vacío del huracán.
Ni tranquilo ni bueno,
no has jugado con las nubes del cielo
y los dioses
no han protegido tu infancia.
No aprendiste el amor entre las flores y ahora
no te asombra el desierto de la noche
ni el respiro lunar de la marea
ni la solemne ronda ceremonial de los astros.
No hay verdaderos menesterosos en este archipiélago de noches separadas
adonde los ríos de la infancia traen cadáveres maniatados
envueltos en sábanas de una suciedad impúdica,
más impúdica que las flores del recuerdo
que tapan las bocas de los ahogados
llenas de lodo y agua del fondo de las ciénagas;
no hay verdaderos menesterosos sino los niños que aún
no perdieron su nicho protegido,
no dejaron su concha incrustada en la roca
corroída por la misma agua que estuvo formándola,
concha como mano cerrada
roca como cuerpo cerrado
agua como vida y muerte de hueso y de carne,
agua que baja y sube con la misma violencia,
agua que hunde y ahoga con la misma violencia.
Solo ellos precisan
los ojos silenciosos del viento que baja de las cumbres
y la caricia de las manos de las madres intentando
desesperadamente cubrir el inmundo hedor a vísceras.
En tus noches sin clarividencia ni éxtasis
una muchacha besa tu traje melancólico
y te quedas enredado en sus trenzas ausentes.
Sus dedos de frígida Julieta hurgan tu camisa,
y tus pies adiestrados a sostener la correcta estructura
ahora son dos bestias reptantes y aduncas
con córneas uñas deformadas
y dedos aplastados, escamosos
como cabezas de tortuga, duros y ariscos.
Y ya no habrá ni silencio ni caída hacia la puerta cerrada
sobre el abolido jardín que las hormigas trabajaron,
el subterráneo terreno labrado por los rayos,
entre las luminiscencias de los sueños fallidos.
No habrá caída ni lamento, sólo el ruido
de las botas percutiendo el pavimento,
crujido de astillas de vidrio y pisoteo,
pisoteo por toda la extensión circunscrita
de la caída detenida, frenada ante la puerta.