En el plateado silencio del alba,
el plácido canto de la oropéndola
a mi dolorido corazón llama
y arranca de él espinas como penas.
Entre el espeso ramaje del río
mis ojos quieren verla,
pero la bella ave de hulla y oro
a mi vista se oculta en la arboleda.
En la rizada corriente del río
vuelan dos irisadas como flechas,
la fuerza del agua con brío rompen
y se ocultan raudas bajo las piedras.
En el plateado espejo cegador
con sutileza danzan dos libélulas,
semejan dos gráciles bailarinas
que sus etéreos pies el aire lleva.
Absorto en tan miríficas visiones
vuelvo mi mirada a la arboleda,
entre su follaje he creído ver
de oro un fulgor y unas alas negras;
era el impune vuelo
de la bella y evasiva oropéndola,
que de nuevo mi atención cautivó
y alejó de mi corazón las penas,
y como alegres aves
libres volaron a la mar eterna.