Me miraba en el espejo
cuando me vi observado
por dos ojos asustados
del mismo color que los míos.
Se abrían en una cara
que era igual a la mía:
la misma nariz y la boca
llena de dientes amarillos.
Me miraban aterrados
como si no me conocieran
y le tuvieran mucho miedo
al ser que les estaba delante.
Los ojos iban descubriendo
en mí el animal que yo soy
si puesto al desnudo y privado
de mis modos de hombre culto.
Subí un brazo para tapar
con la mano esa mirada
y mi mano era una garra,
la pata ganchuda de un tigre.
Cuando me hinqué de rodillas
horrorizado y flipado,
noté que sólo me iba encogiendo
para mejor coger el impulso.
Entonces ya comprendí que
el animal que habita en mí
está listo para arrojarse
aun cuando parece tranquilo.
Por tanto traté de amansarlo
halagándolo con dulces palabras,
sirviéndome de la retórica
que bien conozco y utilizo.
Y ese otro que soy yo
se aplacó, disimulando
el destello del ojo cruel
y su ciega hambre de carne.