Me ceñí con el claroscuro de tu mirada
para verte de cerca
y mirar con el color con que observas el mundo
junto al cinetismo que galopa en tus retinas,
viajando en libertad por los sentidos,
penetrando tu aurora,
maquillando retratos que colocas sin pausas
en el museo subconsciente de tu alma.
Me metí en tu mirada,
para indagar qué materia intangible
se mezcla en tus suspiros cuando cierras los ojos
y vuelas con alas de nostalgias,
disipando palabras que no terminan nunca
y se atan a tu cuello con eslabones de almendras,
reflejando el color de tus pupilas,
que iluminan mi rumbo como un sol de setiembre.
La pasionaria melodía de la noche
aclara el vuelo impasible entre el ayer y el hoy;
llega la hora de la ausencia,
la hora del adiós que los amantes temen.
Es que las despedidas desesperan el alma,
son como un largo túnel
que oscurece de pronto sin conciliar palabras.
Es la hora del viaje,
sin duda, esperando el regreso.
La noche se estremece como un beso telúrico,
yo me visto con tus ojos para verme partir
disipándome en la niebla
que de apoco se va volviendo más gris,
hasta tornarse negra,
al igual que el viejo candil que se apaga
y en su aliento volátil
deja una alargada franja de humo,
me veo alzar el vuelo,
amparado en la luz de tu mirada,
dejando un suspiro leve
que aterriza en tus sábanas.