Mi hermano se juega la vida apostando
en una carta o en un número
rojo o negro.
Tranquilo,
con un ademán de indiferencia,
entre las voces y el torbellino
vertiginoso del público
de los jugadores de medio pelo,
imperturbable,
se deja sin enbargo hechizar
por las combinaciones
y el cálculo de las probabilidades,
y enloquecería de alegría
si encontrara la ecuación
que agarre el azar por el rabo y lo explicite.
Sospecha que el universo sea regulado
por la ley pitagórica de la armonía,
porque en su fuero íntimo está convencido que Dios
no juega a los dados y que un coup de dés
jamás abolirá el azar
por más que se vuelva a echar por toda la eternidad.
Observa la bolita que salta corre y se detiene
en una casilla antes que en otra,
considera la reina de corazones que,
asomando con una sonrisa,
llega a completar la escala real,
pero, como buen jugador, cree en la suerte.
Y por eso se juega la vida,
desafiando las leyes de la probabilidad,
confiando
en su buena suerte.
El diablo existe
y trastoca las jugadas. Pero Dios también existe
y, a largo plazo, prevalece,
restableciendo su poder
en la paz equilibrada de los grandes números.
Aquí mi hermano se juega su vida,
sobre el filo delgadísimo y cortante
de la navaja que separa
el reino del diablo bromista del reino
del sereno dios de Pitágora.
Jugarse la vida no es, para él,
ganar o perder dinero,
circunstancia irrelevante:
jugarse
la vida
es coger o no coger
la serie mágica que revela
la presencia del sentido
en el universo
o desenmascara
el rostro aterrador de lo absurdo.