Cae ya el crepúsculo, cielo ensangrentado,
se tiñe mi tristeza de rojo como la tarde ante el sol,
las bandadas de tordos retornan a sus nidos;
no llegues, noche oscura. No, por favor, ten piedad, despiadada negrura.
Huye como huyó su boca de mi boca, huye despavoridamente
como sólo huyen los peces del esparavel, ¡huye! Que, si te quedas,
haré contigo los versos más negros y fríos y crueles y dolorosos
y despiadados como tú. Sólo me queda el sabor a un vergel perdido,
sonetos de olvido que no ayudan a olvidar, un último cigarrillo,
dos tequilas, el ayer ya tan distinto y lejano, tu alma desenamorada
o prendada, tal vez aún, pero inútilmente sin mi alma.
No pasa nada, solo pasa el tiempo, pero no pasa nada,
salvo las golondrinas blancas que danzan en el cielo,
salvo el canto de las calandrias... no pasa nada.
El vano tiempo pasa sin curar el dolor, pasa y pasa;
ya no es oro el tiempo ni fantástico mi pecho que te quiso
y se abrió para que recostaras tu cabeza, sólo tiempo y pecho,
es lo único que son, y nada más. Ya se fue aquel tiempo en que me quisiste,
aquel tiempo en que me nombraste el colibrí libador del néctar de tus labios,
se fue para nunca jamás volver, para jamás nunca pasar.
Ya no existe aquel tiempo, sólo es tiempo y memoria.
Te extraño. Me pongo triste, mas, paradójicamente,
es un goce esta añoranza por tus ojos sabor miel.
¡Y pensar que yo te tuve! Hoy te perdí. Esta sed sin el manantial
que es tu cuerpo debe ser eso que nombran infierno; hoy te recuerdo,
te recuerdo con mi boca sedienta y sangrada, con mis ojos de gato triste.
Hoy, como ayer, te quiero y es tanto, es tanto lo que me duele,
me duelen incluso los besos que no me diste, las veces que no te tuve,
los días que no te vi, el viento, los huesos, el teléfono, el treinta de febrero.
Por morder tus labios de sangre, esos que hoy no están ni me nombran,
diera yo mi carne, mi resurrección, mi reencarnación... diera yo hasta mi orgullo.