Pequeñas gotas
posadas sobre la planta
de un cerezo de hojas púrpuras.
Quieren comunicarse,
antes de su caída,
con aquellas del abeto cercano.
Estas permanecen impertérritas
frente al apacible paisaje omahiano.
Pequeñas gotas.
Quieren contarles a ese impávido abeto
las travesuras de una noche anterior,
las visitas de sus demiurgos,
el baile de las horas,
la sencillez de sus pequeños cuerpos
que regarán el césped
de West Bay Woods.
Pequeñas gotas.
Si hubiesen mirado hacia arriba
habrían contemplado
los múltiples diseños del ocaso:
una tortuga que emerge de las aguas,
la bota-mapa de la bella Italia,
la Gruta de San Sebastián de los Reyes,
un enorme pato
que se engulle un pescado,
la Fontana de Trevi,
con sus monedas
y sus promesas de un hacer volver.
Pequeñas gotas.
Habían pintado el cielo
con otras formas, ahora caprichosas.
Mientras tanto, la lluvia continuaba pertinaz.
Aquellas gotas
hacían presagiar
curiosos y coloridos atardeceres
que, aunque bellos,
eran más oscuros
que los ocres de Roma.
Omaha, verano del 2018.