Está casi escondido en un rincón apartado del paisaje
donde la luz que llega de través hace resaltar
solo las manos, que empuñan la azada,
y el sombrero de cuero, bajado sobre la frente y las orejas.
Doblado hacia adelante, trabaja la viña en el valle repartido
en pequeños campos salpicados de cabañas y casas;
en el fondo, muy lejos, la ciudad encerrada
entre muros altísimos de los que sobresalen chimeneas y tejados.
Está casi escondido atrás de una hilera de vides
desde donde no puede ver, ni siquiera levantando la cabeza,
lo que está pasando en la colina
en primer plano para nosotros
que estamos delante del cuadro, fuera del cuadro y de su tiempo,
en el salón del museo.
Si levantara la cabeza, atraído por las voces
que desde arriba llegan hasta él
y, dejando la viña, se trepara por el camino en subida,
si tuviera la curiosidad y la constancia de llegar hasta la cima,
a pesar del calor y del polvo,
se encontraría delante de la escena ya consumida del suplicio
de tres malechores colgando de tres cruces de madera.
Nosotros que estamos fuera del cuadro
reconocemos inmediatamente la escena, y sabemos
que es otra vez y como siempre la escena
de la crucifixión de Jesús en el monte Calvario,
repetida miles y miles de veces
en mosaicos miniaturas frescos y lienzos,
pero ese viñador que, si de pronto lo agarra
la curiosidad de saber, estará llegando jadeante
a la meseta ya abandonada por el gentío,
con aún en una mano la azada, levantando con la otra
la visera de la gorra
sobre la frente sudada, ni lejanamente sospecha
de encontrarse de pura casualidad incluído
en una escena que se volvería
la escena central de nuestra historia como la contamos
en esta parte occidental del mundo.